Hoy llora un poco el
cielo. Sabe que me gusta tener la facultad a cinco minutos de mi
casa, que me gusta descorrer las cortinas por la mañana y ver
árboles y árboles verdes. Sabe que echaré muchísimo de menos la
playa. Que echaré de menos andar por las calles de mi barrio como si
estuviese andando por las calles de un pueblo, que echaré de menos
ver la cantidad de estrellas que se ven desde aquí, y lo cerca que
se ve la Osa Mayor. Hoy llora porque sabe que hasta esta lluvia
interminable me agrada, que aquí los días de sol me han gustado más
que nunca.
Echaré de menos esa
ventana que hay volviendo a mi casa desde la playa en la que siempre
había un gato y un día descubrí que junto al gato había una maceta
con violetas. Echaré de menos las tardes de playa en las que se
para el tiempo de camino junto al mar.
Llora porque sabe que me irrita despertar de madrugada
gracias al diluvio universal de todos los meses y que ya no volveré a irritarme por eso, porque sabe que es muy especial para mí entrar en esta casa
y sentir que es mi casa, que no echaré de menos ver atardecer a las cuatro de la tarde en
invierno, pero sí amanecer a las cuatro de la madrugada en verano.
Llora porque sabe cuánto
me gusta el mar y lo mucho que lo voy a echar de menos. El mar azul
marino, el mar gris, el mar azul brillante. La marea baja que deja al
descubierto hasta un kilómetro de tierra, la marea alta que hace
deslumbrar esta bahía.
Un buen profesor dijo una
vez a una clase de futuros filólogos que los de tierra adentro
tenemos cierta predilección por el mar. Conmigo eso no falla: el mar
me transmite tanta paz. Sentir el agua congelada en los pies a la vez
que estos se hunden en la arena mientras una viento frío te empuja es una de las mejores sensaciones que he tenido
nunca.
Esa insoportable soledad
en momentos determinados movida por la distancia de todo lo que
quiero, de todos a los que quiero que me ha perseguido durante meses se
desvanece cada día más, y me da pena, mucha pena. Echaré de menos esto y el cielo llora, como yo por dentro.